Los pelotudos del pádel

Roberto Fontanarrosa fue para mí una de las personas más brillantes de la literatura argentina de las últimas décadas. Si bien él se definía como un dibujante de historietas, sus cuentos y demás contribuciones a la cultura popular argentina ampliaron el horizonte de su legado. A menudo pronunciaba frases brillantes y aparentemente —no estoy seguro , pero no me extranaría— una de ellas fue la siguiente:

«Debido a que la velocidad de la luz es mucho mayor que la del sonido, ciertas personas nos parecen brillantes durante un rato antes de escuchar las pelotudeces que dicen.»

Los que tenemos la oportunidad de viajar hacia las fronteras del pádel, es decir, hasta aquellos lugares en donde el pádel está comenzando, normalmente tratamos con padelistas novatos pero que no son nuevos deportistas. Quiero decir que pueden ser nuevos en el pádel pero en general tienen experiencia en otros deportes, siendo el tenis la referencia más habitual. Jugadores, técnicos, promotores o empresarios de otras disciplinas que encuentran en el pádel novedades interesantes, ya sea porque se divierten, ven un negocio, una ampliación de sus servicios, les interesa el fenómeno que ha generado y quieren promoverlo, o simplemente porque se contagiaron (recuerden que el pádel es un virus).

El tenis, que está estrechamente relacionado con el desarrollo de nuestro deporte en muchos países, es una disciplina que tiene tanto similitudes como diferencias con el pádel. Para mí una de las diferencias más evidentes es que el tenis tiene tradición. Una historia rica en acontecimientos que fue forjando un estilo de entender el deporte, un ambiente, un cúmulo de verdades invariables que pueden gustar más o menos pero que no se discuten. Un respeto por el pasado que alimenta el futuro y que tiende a evitar caer en las mismos problemas cíclicamente, y al mismo tiempo permite preservar la esencia. No digo que sea un mundo ideal y seguro que en el tenis hubo, hay y seguirá habiendo problemas. Como por ejemplo la gran metedura de pata que tuvieron al reformar la Copa Davis, precisamente renunciando a su tradición y confiando en outsiders del tenis. Pero insisto, la tradición ayuda mucho.

El pádel, en cambio, no tiene todavía ese encanto. Lo estamos construyendo supongo, pero todavía no está definido. Esta situación, esta adolescencia, es la que detectan estas nuevas personas que llegan al pádel y se mezclan con nosotros, los padelistas que ya estábamos en este peculiar mundo muy nuestro. Frecuentemente estos nuevos padelistas se sorprenden de los errores que cometemos, de las sentencias que pronunciamos como si fueran verdades absolutas, o de las actitudes que adoptamos. Somos capaces de sorprenderlos en varias categorías: jugadores que se declaran estrellas sin poder demostrar al menos un empate en competiciones oficiales, técnicos Cum laude llenos de certezas, fabricantes de palas —en realidad algunos apenas son vendedores intermediarios— que además inventaron previamente la pólvora y la imprenta, directores de clubes jóvenes pero con vasta experiencia en docenas de clubes con decenas de pistas, o directivos de éxito que además son multipropósito (empresarios, jugadores, árbitros, técnicos, distribuidores y «¡lo que te haga falta, mi alma!»).

A esta gente que va llegando a nuestro deporte, en general, el pádel les gusta mucho. Pero nosotros los padelistas les parecemos un poco —digamos— raros. Pelotudos, según diría Fontanarrosa. La falta de tradición del pádel, la desesperación por tomar la cresta de la ola y ganar dinero rápido, y una pizca de inmoralidad nos llevan un poco en el pádel al Cambalache de Discépolo:

«Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor

Ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador

Todo es igual, nada es mejor

Lo mismo un burro que un gran profesor

No hay aplaza'os, ¿qué va a haber? Ni escalafón

Los inmorales nos han iguala'o

Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición

Da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos

Caradura o polizón.»

En mi libro SimpleMente Pádel comento la anécdota de aquel padelista —que no voy a delatar— que hace años ya sentenciaba:

«El pádel es el deporte que más gilipollas concentra por metro cuadrado.»

Otro síntoma de la falta de tradición es que para colmo en el pádel se nos van sumando personajes que lógicamente descubren aquí, al no haber mucha historia, un lugar virgen lleno de oro y oportunidades. Y los que más destacan entre ellos no son, precisamente, honorables sabios que vienen a aportar su experiencia de otros ámbitos, a pesar de lo que ellos mismos clamen.

Estoy convencido de que con el tiempo podremos mirar hacia atrás y disfrutaremos de una tradición que se irá definiendo con más gente coherente, más material específico de calidad, más proyectos serios. Eso nos permitirá estar a la altura de nuestro deporte. Porque creo que el pádel es mucho más que simplemente nosotros, los padelistas, que exigimos que el pádel ya sea olímpico, por cojones. El pádel merece mucho más que aquello que estamos haciendo con él, como conjunto. La mala noticia es que nuestra tradición solamente llegará con el tiempo, por definición. La buena noticia es que el crecimiento del pádel —hay muchos ejemplos— está hecho a prueba de pelotudos.

M.E.